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La historia que rodea la tristeza de Gijón

su absoluta condición prescindible como enjambre

humano, quistes de cemento y tejido productivo

infrautilizado y desalmado,

comenzó a cobrar corporeidad a través de una conversación

cerca del amanecer, con el taxista que nos llevó del festival

al hostal.

Extransportista para una tienda de muebles de cocina,

400 empleados. Luego 100. Luego pagarés. Luego nein.

Me fascina y abruma un poco la cantidad de currantes que

se han reconvertido laboralmente en taxistas como opción

rutinaria, sin exigencias y con unas expectativas frecuentemente

bajas.

Y, mientras nos contaba su caída en desgracia,

iba señalando, aquí y allá, bloques de cemento

casas, en venta, en exhibición mortecina, fuera de lugar,

amaneció gris.

El ambiente de nuestra zona céntrica no falla en el OpenCor

compramos víveres, la mayoría importados,

pero el ánimo consumista ahí dentro no es ni dinámico ni inclusivo

es, entre el gentío local, cabizbajo y renqueante con

aras de cotidianidad.

En el Jardín Botánico hemos logrado levantar

un poco entre todos, el ánimo rural, porque

la música ayudaba y es, a fin de cuentas,

lo que hemos venido a hacer. Pero

coño

a medio ascender y entregarse al mood se acaba la música. Fin.

Y otras cuatro horas por delante hasta

la noche, descolgadas y ociosas.

La sensación de avanzar sincopadamente de fiesta en fiesta en Gijón

es tan extenuante como contar locales en venta, bares trogloditas

esquinas que repelen y calles sin nada que aportar ni tan siquiera como

testimonios de hechos, sucesos, tránsitos.

El retorno a paso lento desde el Jardín Botánico hasta el hostal

me interpela con insistencia, gritando ahogadamente

que se les fue de las manos y que lo hicieron optimistas y obrando como

si Galileo y estas cosas fuesen nombres de terapias

subvencionadas por una imaginaria e intrépida seguridad social.

Nos detenemos a tomar algo en un casucho con una terraza

muy grande, mesas de plástico, altavoces-dolor y radio dance-fórmula

pocos niños, pocos adultos, el baño está en el piso superior, tocando

a dos habitaciones-reservados todavía por limpiar. Y el ambiente

casi desprende algo de jovialidad terminal. No te jode.

coño

no puedo más, qué te pasa, a ver.

Eso le dice una madre a su hija de unos 4 años

mientras la zarandea reprimiéndose visiblemente

porque la pequeña ha intentado apretar la palanca de la basura

copiando a su madre. Estamos cerca del hostal. Y pienso

que los niños, como se sabe, imitan a los adultos,

lógico que en Gijón los niños intenten lidiar con

la basura como sus padres.

En el OpenCor no queda zumo de naranja. A nadie parece importarle

es sábado. El día gris prosigue inclemente, con el mismo escozor que

el andar de las familias, intentando ir de compras con escasa convicción.

El efluvio mental que me ha invadido al pasar por delante de

una pescadería se refleja en los cristales de las gafas de la cajera del OpenCor.

La pescadería, imagino que de un emprendedor llamado Carlos,

estaba cerrada. Pero algo ahí ha cautivado mi desorbitada atención,

una llamada a la unión y al jaleo productivo y social, un clamor que

remueve el mundo y disuelve las fronteras físicas que tanto codazo dan.

Un logo en plan cartoon de un pez sonriendo preside la tipografía

que, sí, poco tiene que envidiar a Comic Sans. Y el acento para

los empollones de la clase, faltaría más.

Y todo en un local de unos 50 metros en una calle residencial y con bajada.

“Pescaderia” Carlos. Branding por la vena.

Con euforia y un par de logos bien grandes, Carlos nos invita, como tantos, a

seguirle en Twitter y Facebook. A diferencia de otras veces en las que me da igual

ahora, sin dudarlo, lo busco casi con ese ansia del que suplica al cura

que le presente de una vez a dios para que al fin pueda tener la deseada

epifanía y entenderlo todo de golpe y sin lugar a flaquear. Temblando busco

el Facebook del negocio.

Tiene 77 seguidores en Facebook y ha actualizado dos veces en 2015.

El día 1, para desear un año de puta madre a todos con buen pescado.

Y luego el 31 de marzo para matizar un cambio de horarios (pidiendo disculpas)

En el muro, Carlos, que confía plenamente en el appeal de sus productos,

ha llegado a colgar fotos a tropel de todo el pescado muerto que le llega

por las mañanas. Bacalao. Gambas. Atún. Cadáveres de pescado en los muros

de, si el alcance de Carlos es lo que calculo, unas 13 personas.

He decidido que ya era suficiente, que prefería no chequear el Twitter

de la pescadería de Carlos.

Uno tiene que saber cuál es su propio límite a la hora de sondear

el coqueto y abrumador hastío grisáceo de Gijón.